La Alquimia llegó en tiempos antiguos a una altura no alcanzada, ni siquiera bordeada por nosotros. Conocieron
el vidrio maleable que, suspendido de un extremo, se iba distendiendo por su
propio peso, hasta adelgazarse en forma de cinta flexible que podía arrollarse
a la muñeca.
Está
históricamente comprobado, que un extranjero llevó a Roma, en tiempo de
Tiberio, una copa de cristal que al caer sobre el pavimento de mármol no se
rompía, sino que tan sólo se abollaba y era fácil restituirle su primitiva
forma a martillazos. Si los modernos dudan de ello es porque no saben hacerlo.
En
Samarcanda y en algunos monasterios del Tíbet, pueden verse hoy día copas y
otros objetos de cristal maleable, con añadidura de haber allí quienes afirman
que pueden fabricarlos, gracias a su conocimiento del alkahest o disolvente
universal que, según Paracelso y Van Helmont, es un agente natural “capaz de
reducir todos los cuerpos sublunares, así homogéneos como heterogéneos, a su ens
primum o substancia primaria, convirtiéndolos en un licor uniforme y
potable, que aun mezclado con agua ú otro zumo cualquiera no pierde su virtud,
y si otra vez se mezcla consigo mismo se convierte en agua pura y elemental”.
No es, por lo
tanto, despropósito creer que haya una substancia universal que reduzca todos
los cuerpos a su genérica substancia. Van Helmont la califica de “la sal más
poderosa y principal que en su grado máximo de simplicidad, pureza y sutilidad,
no se altera al reaccionar sobre otras materias,
y tiene suficiente energía para disolver el cuarzo, las piedras preciosas, el vidrio,
la sílice, el azufre y los metales, formando una sal roja de peso equivalente al de las materias disueltas."
De “Las Artes perdidas”, Wendell.